La Hora Cero

Extracto del Diario de Sofía M.
Fecha: 24 de Octubre, 2050.

Por un momento, casi olvidé dónde estábamos, el aire en la sala común de la Casa Ámbar olía a café y a lluvia reciente. Mamá reía, una risa suave, casi un susurro, mientras hablaba con su terapeuta. Verla así era como sentir el sol después de meses de invierno; el peso crónico en mi pecho, ese que los doctores llamaban depresión, se sentía un poco más ligero.
Mis ojos buscaron a Mateo. Estaba en su rincón, como siempre, dibujando en su tableta. Noté la forma en que su ceño se fruncía con concentración, la manera en que mordía su labio inferior. Alzó la vista, nuestros ojos se encontraron, y me dedicó ese mínimo asentimiento suyo. Mi corazón hizo esa cosa estúpida y adolescente, y por un segundo, fui solo una chica normal.

Entonces, un teléfono chilló, luego diez, luego todos. El sonido de las alertas de emergencia fue como un cristal rompiéndose dentro de mi cabeza.

La pantalla de la pared parpadeó, mostrando el caos. La Casa Blanca, un esqueleto humeante; Una brecha en la Gran Muralla China; El Edificio del Gobierno aquí en Medellín, con la fachada abierta como una herida. El pánico era un animal vivo en la sala, un hedor a miedo y confusión. Todos se reunieron frente a la pantalla o se hundieron en sus teléfonos, bebiendo la misma información.

Y entonces, llegó.

No fue un ruido, fue una presión detrás de mis ojos, una vibración en mis dientes. Una luz parpadeante en la pantalla, demasiado rápida para seguirla, pero mi cerebro la absorbió de todos modos. Sentí una punzada aguda, como un clavo al rojo vivo, y un hilo de sangre caliente me resbaló por el labio.

La sala explotó.

Un hombre, el Sr. Ramirez, que siempre nos leía poemas, se levantó gritando y se lanzó contra la ventana; el sonido de su cráneo contra el cristal reforzado fue sordo, húmedo… una y otra vez. En el otro extremo una mujer se desgarraba la piel de los brazos, sus uñas dejando surcos sangrientos. Pero lo más aterrador fue el grupo de exsoldados, se pusieron de pie como marionetas a las que les tiran de los hilos; sus ojos estaban en blanco, vidriosos. Y empezaron a cantar, un mantra bajo y rítmico que cortaba los gritos.

—Lucharemos contra la maldad… hogares seguros… orden natural…

Un grito desgarrador me devolvió a la realidad. Mamá, estaba en el suelo, temblando, con los ojos llenos del mismo terror que yo recordaba de las noches en que papá cerraba la puerta con llave. Los peores gritos en la sala eran sus gritos, estaba atrapada en el pasado.

El caos de afuera no podía competir con el que yo había aprendido a llevar por dentro, mi tristeza se convirtió en una extraña armadura de hielo que me ayudo a arrodillarme a su lado.

—Mamá, mírame, soy yo, estás aquí conmigo —le dije, mi voz sorprendentemente firme—. Respira. Siente mi mano. Estás a salvo.

Una mano en mi hombro me hizo saltar. Mateo, tenía los ojos desorbitados, pero me miraba a .
—¡Sofía! ¡Tenemos que moverla! ¡Ahora!

Juntos, la levantamos mientras ella se aferraba a mí. Esquivamos un cuerpo en el suelo y pasamos junto a los soldados de ojos muertos, su cántico un zumbido de insectos en nuestros oídos. Mateo nos empujó dentro de una oficina y atrancó la puerta con un pesado archivador. Nos quedamos allí, los tres, en la penumbra, escuchando los sonidos del fin del mundo al otro lado de la puerta.

No sé cuánto tiempo pasó ¿Horas?… Afuera, los gritos se apagaron, reemplazados por un silencio salpicado de sirenas lejanas. De repente la puerta se abrió de un golpe, nos encogimos, pero era un chico con uniforme militar, no mucho mayor que Mateo. Era Daniel, lo había visto antes en el grupo de jóvenes, tenía la cara manchada de hollín y los ojos llenos de horror.

—Mi amigo… no pude… —tartamudeó, mirando hacia la sala común mientras controlaba su dolor—. Este lugar no es seguro, Vengan conmigo.

Nos sacó de allí y nos subió a un vehículo militar repitiendo una y otra vez que nos llevaría a su base para que estuviéramos a salvo, sus palabras sonaban más a un intento de controlar el pánico que aun plan coordinado. De camino a la base vimos como las calles de Medellín se habían convertido en una escena de una película de terror, coches en llamas, gente deambulando con la mirada perdida, acurrucados en los portales llorando.

En la base no eran tan diferente, el lugar era un manicomio organizado; soldados corrían, gritando en radios que escupían estática y miedo. Nos dejaron en una esquina de una sala de mando, tres fantasmas en medio de una guerra que no entendíamos. Mamá temblaba a mi lado mientras Mateo se sentaba al otro, su cuerpo se sentía una barrera protectora entre nosotros y el caos. Pero me obligué a escuchar, desesperada por entender qué estaba pasando.

Un oficial gritaba en un comunicador. “…no es un virus, es una señal… la llaman FRC… ¡Frecuencia de Resonancia Cognitiva!”

Otro soldado llegó corriendo con una tableta. “¡Señora, los que capturamos están eufóricos! ¡Hablan de una ‘purga’, de restaurar el ‘Orden Natural’! ¡Creen que han ganado! ¡Hablan de un plan, dicen que sus benefactores tomarán el control ahora!”

¿Benefactores? Eso sonaba a gente rica.

La comandante de la sala, una mujer con el rostro demacrado por el cansancio, dio las órdenes. Su voz era lo único que no temblaba:
“¡Prioridad uno: asegurar la cadena de mando! ¡No quiero más unidades cayendo en la catatonia! ¡Prioridad dos: necesito saber qué es esta maldita cosa! ¡Reúnan datos! ¡Y prioridad tres: preparen un mensaje para los altavoces analógicos de la ciudad! ¡La gente necesita saber que no están solos!”

Lo entendí todo de golpe, esto no fue un accidente, fue un plan. Volaron el mundo en pedazos para que todos miráramos, y luego nos envenenaron a través de las pantallas.
En medio del ruido, sentí la mano de Mateo buscando la mía; la encontré, su piel estaba fría, pero su agarre era firme, un pequeño punto de anclaje en un océano de locura. Mamá se acurrucó más contra mí, buscando un calor que yo no sabía si tenía.

Escuché a los oficiales hablar de un contraataque, de zonas seguras, de esperanza. Pero yo miraba las pantallas, que ahora mostraban mapas llenos de puntos rojos parpadeantes, ciudades enteras, países enteros; el mundo entero estaba en llamas. Y nosotros éramos solo tres supervivientes en un cuarto lleno de gente que intentaba evitar que todo se fuera al carajo.

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