
La Hija del silencio
Registro de Misión, Protectora Camila
Fecha: 12 de Junio, 2078.
El olor a tierra mojada y hojarasca en descomposición impregnaba el aire denso de los cerros orientales de Medellín: un perfume que conocía desde niña, el aroma crudo de las tierras sin ley más allá de los Refugios. Apoyada contra el tronco de un sietecueros, con el rifle de pulso frío contra mi mejilla, observaba el campamento improvisado. Una hoguera crepitaba en el centro, arrojando sombras danzarinas sobre las figuras armadas que custodiaban las carpas; llevaban los harapos y los emblemas de los Hijos de la Disonancia, una de las tantas plagas ideológicas que nacieron del colapso.
Mi corazón latía con un ritmo controlado, metódico; la ansiedad —mi vieja compañera— no era un enemigo en estos momentos, sino mi mejor herramienta. Ya había trazado en mi mente diecisiete formas en que esta operación podía salir mal: fuego cruzado, una emboscada en la retirada, el fallo de un rifle, una de las cautivas gritando en el momento equivocado. Para cada escenario, tenía tres planes de contingencia. Sofía decía que mi cerebro simplemente no podía evitar mapear el caos.
Dentro de esas carpas estaban ellas, mujeres secuestradas para servir como vientres forzados para una secta que creía que la sangre nueva purificaría su linaje, una ironía grotesca. Sufrían los efectos de la Frecuencia de Resonancia Cognitiva (FRC) sin entender su origen, porque la FRC no era una enfermedad, era un arma: una señal informacional diseñada para secuestrar la mente, un eco del Día Cero.
Yo tenía tres años cuando el mundo se silenció. No recuerdo los rostros de mis padres biológicos, solo el eco de los gritos y el olor a quemado. La FRC fue liberada como un susurro en la red global que volvió a la gente contra sí misma, convirtiéndola en cáscaras de rabia o en seguidores dóciles de la nueva fe del “Orden Natural”. Los que sobrevivimos —los inmunes como yo, o los que simplemente tuvieron suerte— nos fragmentamos.
Sofía y Mateo, quienes me encontraron en las ruinas de un laboratorio, se convirtieron en mis padres y me criaron entre la disciplina de protectores y la lógica de académicos. Mientras el mundo se desgarraba, ellos y otros como ellos construían los primeros Refugios Seguros: bastiones de orden y esperanza. Nos enseñaron a cultivar en las laderas, a purificar el agua y a luchar para proteger lo que habíamos reconstruido.
Una señal luminosa parpadeó dos veces en mi visor. Era Mateo, en posición. Llegó la hora.
La operación fue un susurro de violencia contenida: nos movimos como fantasmas, neutralizando a los centinelas con la precisión silenciosa de años de práctica, y el caos, aunque breve, fue brutal. Gritos, el zumbido agudo de los rifles de pulso y luego, un silencio casi total, roto solo por los sollozos de las mujeres que emergían de las carpas, parpadeando ante la luz de nuestras linternas.
Las guiamos por un sendero escarpado hacia el punto de extracción, donde un viejo camión blindado esperaba.
—Vamos, suban, rápido —mi voz era un susurro firme mientras las ayudaba a trepar.
Una a una, subieron… y entonces, la vi.
Estaba al final de la fila. Incluso cubierta de barro y con la ropa rasgada, se movía con un porte de reina; alta, de piel oscura y luminosa. Cuando levantó la cabeza para aceptar mi mano, nuestros ojos se encontraron y el mundo —esa eterna red de amenazas y variables tácticas— se contrajo hasta reducirse a un solo punto: sus ojos. Eran de un color avellana increíblemente claro, casi dorado. Ojos de tigresa, pensé. Felinos, fieros, llenos de una fuerza que desafiaba el horror que acababa de vivir.
Un cortocircuito me recorrió el sistema, un calor desconocido se instaló en mi pecho y mi mano, la misma que segundos antes sostenía un rifle, vaciló al tocar la suya. Ella me sostuvo la mirada, asintió con una dignidad imponente y subió al camión.
Cerré las puertas y golpeé el metal dos veces. El camión se puso en marcha, dejándome en la montaña, con la imagen de sus ojos felinos ardiendo en mi mente. Por primera vez en mucho tiempo, mi ansiedad no estaba analizando amenazas; estaba, simplemente, en silencio.
Días después…
El Refugio Seguro era un ejercicio de calma forzada, tallado en el corazón de una montaña al sur del Valle de Aburrá, un testamento a la lógica obligada. El aire aquí no olía a descomposición, sino al ozono de los purificadores y a la clorofila de los enormes laboratorios hidropónicos que eran nuestras arterias. No había hogueras, solo el brillo blanco de las lámparas de crecimiento y el murmullo de científicos y técnicos. Era un santuario de orden y, sin embargo, en los días que siguieron al rescate, se sintió para mí como el campo de batalla más complejo de mi vida.
Las mujeres rescatadas se integraron con una velocidad admirable. Sofía, ahora una de las psicólogas líderes del Grupo Académico, se encargó de su evaluación. Mateo, como Comandante de los Protectores, supervisó su entrenamiento. Yo las veía en el comedor, en los pasillos, sus rostros cambiando del terror a una cautelosa serenidad; y entre ellas, veía a Delia.
Supe su nombre por los registros de Sofía. Delia. Se había despojado del barro y ahora vestía el uniforme estándar del refugio —un simple mono de trabajo gris—, pero en ella parecía una prenda de diseño. Ayudaba en el área de agricultura con una eficiencia silenciosa, y cada vez que yo estaba cerca, el caos que tan bien gestionaba en el exterior, me inundaba por dentro.
Lo intenté tres veces, cada intento una humillación silenciosa. El primero fue en el comedor: la vi sentada sola y tracé mi ruta como si fuera a flanquear a un enemigo, con un objetivo claro: la silla vacía frente a ella. Pero a medio camino levantó la vista y esos ojos de tigresa se fijaron en los míos con una curiosidad tranquila que me detuvo en seco. El corazón se me disparó, el aire se espesó y me obligué a dar media vuelta para marchar hacia el dispensador de agua, fingiendo que ese había sido mi plan desde el principio.
La segunda vez fue en los laboratorios hidropónicos, con la excusa de revisar los niveles de nutrientes. Me acerqué, Pizarra Digital en mano a modo de escudo, y cuando estaba a solo un metro, sentí el sudor helado en mis palmas. Ella se giró, arqueando una ceja. Pronuncié algo ininteligible sobre los “parámetros iónicos” y salí de allí casi corriendo.
Yo, capaz de dirigir un asalto nocturno, era incapaz de decir «hola». Mi ansiedad, mi aliada estratégica en el campo de batalla, se convertía aquí en mi peor saboteadora, transformando cada posible conexión en un campo minado.
Esa noche, frustrada, me encerré en mi oficina, un espacio cubierto de mapas y estanterías con manuales donde yo sí tenía el control. Me sumergí en el trabajo, persiguiendo una amenaza que entendía. Llevaba días con una sospecha que nacía de pequeñas anomalías que nadie más notaba: una fluctuación de energía cerca del laboratorio de inmunidad, un error de conteo en un reporte de inventario, una microinterrupción en las comunicaciones con un puesto de avanzada. Por separado, eran insignificantes; juntos, dibujaban el contorno de una sombra. Alguien se había infiltrado.
Mi atención estaba fija en la enorme mesa de mapas que dominaba la habitación. Sobre un detallado mapa topográfico del valle, una compleja telaraña de hilos de colores conectaba puntos, fotos y alfileres que marcaban las anomalías. Estaba tan inmersa, moviendo un alfiler rojo, que casi no oí los golpes en la puerta.
—Adelante —dije, sin apartar la vista.
La puerta de mi oficina se abrió. Era ella. Mi cuerpo se tensó por instinto.
El saludo de Delia, grave y suave, fue una chispa en un polvorín. El sudor frío que me perlaba la frente no nacía del calor de la lámpara sobre la mesa de mapas, sino del más puro pánico. Mientras ella cerraba la puerta, el mundo se estrechó, los sonidos del refugio se desvanecieron, reemplazados por el martilleo ensordecedor de mi propio pulso. La miré, tratando de anclarme en la mujer de ojos de tigresa. La estratega en mí gritaba: «¡Di algo!», pero la bestia asustada en mis pulmones me robaba el aire.
Todo sucedió en el lapso de dos latidos de mi corazón desbocado: con un movimiento fluido y brutal, se agachó; de la caña de su bota brotó el brillo de un cuchillo y, antes de que mi mente pudiera procesar la amenaza, ya se abalanzaba sobre mí.
El instinto, forjado en dos décadas de supervivencia, se apoderó de mi cuerpo. Me lancé hacia atrás, mi silla volcó y el filo del cuchillo rasgó el aire donde mi garganta había estado un segundo antes. Caí, pero rodé, usando el impulso para ponerme de pie y buscar espacio.
—¡Delia! —grité—. ¡Delia, detente!
Pero no era Delia. La mujer que me acechaba ahora, rodeando la mesa de mapas, no tenía expresión. Era una marioneta del FRC. No el arma de caos masivo, sino una nueva cepa, más insidiosa, de control directo: un agente durmiente. El infiltrado no era una persona; era un código latente en la mente de alguien.
Mi cerebro, libre ya del pánico social y sumergido en la pura crisis de supervivencia, escupió las opciones: A) Incapacitarla sin herirla; imposible, estaba programada para no sentir dolor. B) Pedir ayuda; la alarma estaba demasiado lejos. C) Luchar.
Se lanzó de nuevo, esta vez por encima de la mesa, esparciendo mis mapas. Esquivé la puñalada, pero la punta me abrió un surco ardiente en el antebrazo, y el dolor fue un latigazo que me devolvió la claridad. No podía salvarla. La elección se redujo a la simplicidad más primitiva: su vida o la mía.
Y yo elegí la mía.
Mientras se recuperaba para un tercer ataque, agarré el objeto más pesado de mi escritorio: un calibrador de presión de metal macizo. Cuando se abalanzó, me moví hacia ella, desviando el brazo del cuchillo con mi antebrazo herido y, con toda mi fuerza, la golpeé en la sien. El impacto fue sordo. Delia se desplomó a mis pies, el cuchillo resonó en el suelo.
Caí de rodillas a su lado, jadeando, la sangre de mi brazo goteando sobre su rostro ahora sereno. Arrastrándome, apreté el botón rojo de la alarma.
—¡Código Letal en mi oficina! —grité, mi voz quebrándose—. ¡Equipo médico, ahora!
Los días que siguieron fueron un caos. Descubrimos la verdad: el ataque no fue un virus, sino un catalizador. Un lote de suministros recuperados estaba contaminado con esporas que liberaban un agente químico que no hacía nada por sí solo, pero volvía a la proteína PRA-7 del cerebro peligrosamente hipersensible. Luego, los Hijos de la Disonancia activaron un pulso de FRC de baja frecuencia en toda la región, una “llave” que solo abría las “cerraduras” que el catalizador había preparado. Un caballo de Troya neurológico. Sofía y su equipo trabajaron sin descanso hasta crear un contra-agente. Pudieron salvar a algunos, entre ellos a Delia.
Pero yo no podía acercarme a ella. La imagen de sus ojos vacíos estaba grabada a fuego en mi memoria. ¿Y si quedaba un rastro?
Una semana después, la puerta de mi oficina se abrió y era ella. Mi cuerpo se tensó por puro instinto, pero al levantar la vista vi que sus ojos eran de nuevo los suyos: llenos de luz, de vida… y de una profunda y oscura culpa.
Se detuvo frente a mi escritorio.
—Recordé algo —dijo, sin preámbulos—. Información. Mientras… estaba bajo control, escuché cosas. Sé dónde está su base principal.
La miré, escéptica.
—¿Y qué quieres que haga con esa información?
Su barbilla se alzó, y esa mirada de tigresa regresó con una ferocidad que me dejó sin aliento.
—Quiero que arda hasta los cimientos —su voz fue un susurro letal—. ¿Vienes?
La miré fijamente. La estratega en mí analizaba las variables: el riesgo era inmenso, la fuente no era fiable… pero la mujer frente a mí…
—No necesitaremos explosivos —le respondí, mi voz más firme de lo que me sentía—. Solo necesito a alguien que me cubra la espalda.
Ella sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa y absolutamente deslumbrante.
—Entonces tienes a alguien.
—Una cosa más —dije, mi voz volviéndose puramente táctica—. Esta base, el hombre que la dirige, necesito un nombre.
Delia frunció el ceño, buscando en los fragmentos de su memoria secuestrada.
—Lo llamaban “El Padre”, pero el científico que diseñó el catalizador… el que sentí susurrando en mi mente… tenía otro nombre. Un apellido que escuché una sola vez, cuando creyeron que estaba inconsciente.
—¿Qué apellido? —pregunté, inclinándome sobre la mesa.
Ella me miró, con esos hermosos ojos dorados.
—Mendoza.