
El Legado de Soto
Extracto de las “Memorias de la Campaña del Norte”, General Anat Soto
Fecha: aprox. 2145.
A sus treinta y cinco años, la guerra era el único idioma que Anat Soto hablaba con fluidez, y estaba empezando a odiar el sonido de su propia voz.
Desde el puesto de mando improvisado en las ruinas de lo que un día fue un museo en D.C., observaba el mapa holográfico de la ciudad. Puntos verdes (su equipo) parpadeaban, avanzando lentamente sobre los rojos (el Concilio del Eco). Una victoria, según los manuales, para Anat, solo era un recordatorio más del precio. Cada punto rojo que se apagaba era una vida extinta; cada avance verde, una deuda de sangre que se acumulaba sobre sus hombros. La fatiga no era solo física; era un peso en el alma, un síntoma de esa herencia genética que, según su tía Diana, el estrés podía despertar: la depresión.
Su madre le había pedido que viniera. “Es la última gran batalla, Anat. Libera su capital y el resto caerá. Hazlo por el futuro”. Pero Anat ya no estaba segura de en qué futuro creía, el suyo se sentía como un largo pasillo lleno de fantasmas.
—Comandante.
Anat se giró. Era Leon, su segundo al mando, un hombre cuya lealtad había sido forjada en una docena de campañas desde que eran apenas unos jóvenes reclutas.
—Aseguramos el sector, los líderes del Concilio fueron eliminados, pero capturamos a varios de sus oficiales. —Hizo una pausa, su rostro normalmente impasible ahora mostraba una extraña vacilación—. Hay uno, un médico de alto rango.
—Protocolo estándar, Leon. Interrogatorio y ejecución. Son fanáticos, no prisioneros de guerra.
—Lo sé, comandante, pero… este médico es colombiano. Y hace cinco años, en el asedio de Bogotá, me sacó de los escombros de un edificio. Tenía la pierna destrozada, èl me operó, me estabilizó. Podría haberme dejado morir, o entregarme, no lo hizo.
Anat lo miró fijamente. La lealtad de Anat era primero hacia su familia, y después, hacia su equipo; Leon era familia.
—Tráelo. Lo interrogaré yo misma.
Lo llevaron a una sala contigua, no era el fanático de ojos desorbitados que esperaba. El hombre era alto, delgado, con unas manos de cirujano y unos ojos oscuros y cansados que parecían haberlo visto todo. Llevaba una bata médica manchada sobre un uniforme del Concilio que le quedaba grande.
—Doctor Sergio Mendoza —dijo Anat, leyendo su nombre en una Pizarra Digital. El apellido resonó en su mente, un eco de las historias de sus abuelas—. Un apellido con historia en mi familia. No precisamente una buena historia.
El doctor la miró, una chispa de sorpresa en sus ojos fatigados. —El mundo es más pequeño de lo que creemos, general.
—Usted es colombiano. Neurocirujano, según los informes. ¿Qué hace cosiendo a los soldados de un culto que cree que la ciencia es una herejía y que las mujeres deben volver a las cocinas?
Sergio suspiró, un gesto de infinita resignación. —El deber familiar es una cadena más pesada que cualquier dogma, general. Soy el último de mi línea directa, cuando mi primo, el líder de mi clan, murió, me obligaron a unirme a la campaña. Mi habilidad era más útil aquí que en un quirófano en Medellín.
—Su habilidad solo es posible porque es inmune a la FRC —replicó Anat, analizándolo—. No podría operar con esa precisión de otro modo. ¿Un inmune luchando por quienes quieren erradicar la inmunidad? No tiene sentido.
—Yo no lucho —dijo él, su voz tranquila pero firme—. Yo reparo lo que la lucha rompe. No elegí este bando, como tampoco elegí ser inmune, simplemente, sobreviví a la cuna; a diferencia de muchos otros niños.
Anat sintió un escalofrío. Sabía de los rumores sobre los programas de exposición infantil del Concilio. Su alto conocimiento emocional, su capacidad para leer las microexpresiones y las intenciones ocultas, le decía una cosa con una certeza absoluta: este hombre no mentía. Había una profunda tristeza en él, no la convicción de un creyente. Vio a un hombre atrapado, no a un monstruo.
Y por un instante, dejó de ser la General Soto, fue solo Anat; y el hombre frente a ella no era un prisionero. Era atractivo, la forma en que sus manos descansaban, la calma en su voz a pesar de la situación… sintió una extraña y completamente inapropiada punzada de curiosidad.
La apartó con la disciplina de un soldado, volvió a ser la comandante. —Su historia es… interesante, doctor. Pero no cambia su situación, es un oficial enemigo de alto rango.
Se levantó, dando por terminada la conversación. —Llévenselo —ordenó a los guardias en la puerta—. Celda de máxima seguridad. Estará bajo mi custodia personal hasta que decida qué hacer con usted.
Salió de la sala, dejando a Sergio Mendoza atrás. Pero mientras caminaba por los pasillos del edificio recuperado, una pregunta se repetía en su mente. ¿Por qué un hombre que curaba se había seguido apoyando una causa que solo buscaba herir? La anomalía era demasiado grande para ignorarla. Por primera vez en meses, la guerra tenía un misterio que no se resolvía solo con táctica y potencia de fuego.
Pasaron dos días, dos días en los que la imagen del doctor Mendoza se superponía a los mapas tácticos y a los informes de bajas en la mente de Anat. Durante el día, era la comandante, dirigía las operaciones, consolidaba el territorio ganado y se reunía con los líderes norteamericanos locales, hombres de sonrisas tensas y apretones de manos demasiado firmes que la veían como una herramienta, no como una aliada.
Pero por la noche, en la soledad de sus aposentos —una oficina austera en un edificio federal recuperado—, la guerra interna regresaba. Las pesadillas la despertaban con el corazón desbocado, y el insomnio se había convertido en su compañero más fiel. Estaba de pie frente a la mesa holográfica, observando el parpadeo de las luces de la ciudad recuperada, cuando un sonido casi imperceptible la hizo girar.
La puerta de su habitación se abrió sin hacer ruido. En el umbral, recortado por la luz del pasillo, estaba el doctor Sergio Mendoza.
El instinto de Anat fue más rápido que el pensamiento. En una fracción de segundo, la pistola de plasma que siempre llevaba en la cadera estaba en su mano, apuntando directamente al pecho de él. —Un movimiento más y su carrera como médico habrá terminado de forma muy abrupta —dijo, su voz un hielo afilado.
Sergio levantó las manos lentamente, un gesto de rendición.
—No hay mucho tiempo, general —susurró, su voz cargada de una urgencia que no parecía fingida—. Hay gente en este edificio. Infiltrados que vienen a por mí.
—¿Por qué debería creerle? Se supone que está en una celda de máxima seguridad.
—Porque sé demasiado —respondió él, dando un paso cauteloso hacia la habitación—. Y porque lo que sé puede evitar que cometa un error catastrófico. Su próxima ofensiva, la que planea para el amanecer… es una trampa.
Anat no bajó el arma, pero la curiosidad táctica superó a la amenaza inmediata. —Hable.
—Los líderes del Concilio que quedan saben que están perdiendo. Necesitan cambiar la narrativa, volver a la población en su contra —explicó, su voz rápida y precisa—. Van a usar a los suyos como arma. Han llenado varios de los edificios que ustedes han marcado como objetivos clave con civiles. Cuando sus equipos entren, no encontrarán líderes, encontrarán hombres, mujeres… familias enteras. Los obligarán a matar a su propia gente. Y transmitirán cada segundo para demostrar que ustedes son los monstruos.
La sangre de Anat se heló. La estrategia era brutal y diabólicamente efectiva. —¿Cómo tienen tantos civiles bajo su control?
Una sombra de profundo dolor cruzó el rostro de Sergio. —Porque llevan años manipulando a las familias, quitándoles sus hijos y prometiéndoles devolverlos, pero a estos los exponen desde bebés a la FRC de baja frecuencia. Es una lotería terrible, la mayoría sufre daños cerebrales y muere. Algunos se convierten en el soldado perfecto: obedientes, sin voluntad propia. Y unos pocos, los errores como yo… nos volvemos inmunes.
Le tendió una pequeña servilleta de papel que sacó de su bolsillo. En ella, había escritas a mano dos listas de coordenadas.
—Estos edificios —dijo, señalando la primera lista— son las trampas. No solo hay civiles, también han metido a algunos de sus propios soldados que capturaron la semana pasada. Pero estos otros… —su voz se quebró por un instante— estos son objetivos legítimos. Son los “graduados” de su programa. Niños, general. Pero sus mentes han sido reescritas de una forma que… no hay vuelta atrás. Son armas vivientes.
Anat miró las coordenadas, su mente trabajando a una velocidad vertiginosa. La información era demasiado precisa, demasiado horrible para ser una simple mentira, pero no podía arriesgar a todo su ejército por la palabra de un prisionero. —No confío en usted, doctor. Déme una razón para hacerlo.
Él la miró, y en sus ojos cansados vio una sinceridad desarmante. —No tengo una prueba irrefutable que pueda darle ahora mismo. Pero puedo decirle algo que su instinto probablemente ya sabe: los líderes norteamericanos con los que se reúne a diario la están utilizando. Quieren que usted limpie su ciudad de fanáticos para luego reclamar el poder y volver a ser la potencia que eran. A ellos no les importa la paz, general; les importa el control, y en cuanto usted haya hecho el trabajo sucio, se desharán de usted.
Anat lo miró fijamente. —Eso ya lo sabía, doctor; es la razón por la que quiero terminar esta campaña e irme a casa lo antes posible.
Él asintió, como si esperara esa respuesta. —Entonces no me queda nada más. —Dio un paso atrás, hacia la puerta—. Si me encuentran, me matarán. Pero si lo que le digo es mentira, usted gana la guerra, si es verdad, y no me cree, masacrará a cientos de inocentes, la decisión es suya.
Se giró para irse. Anat tenía una fracción de segundo para decidir; confiar en un enemigo o arriesgarse a cometer un crimen de guerra. Su tía Diana siempre decía que la lógica te lleva de A a B, pero la intuición te lleva a todas partes.
—Alto —ordenó.
Sergio se detuvo, de espaldas a ella.
—Si lo que dice es cierto y lo dejo ir, lo matarán. Y yo perderé la única fuente de información que tengo. —Anat enfundó su arma—. Siéntese, en esa silla.
Se acercó a él, sacó unas bridas de su cinturón y le ató las manos por delante. Un gesto extraño, casi íntimo, de control y, a la vez, de protección. Él no se resistió.
Con el doctor convertido en su prisionero personal, en el centro de su propia oficina, Anat activó el comunicador de su muñeca, su voz fría y autoritaria de nuevo. —Leon, despierta a todo el equipo de mando. Reunión de emergencia en mi despacho. Ahora mismo, tenemos un cambio de planes
Pasaron varios días; días en los que el doctor Sergio Mendoza se convirtió en un fantasma en los confines de la mente de Anat. Su equipo de espionaje, los mejores del Refugio Andino, se movió con una eficiencia silenciosa por la ciudad devastada, verificando las coordenadas que él había proporcionado. Mientras ellos trabajaban, Anat y Sergio existían en la extraña intimidad de la oficina de la comandante.
Compartían las raciones de campaña en silencio. Él la observaba analizar los datos que llegaban, y ella era consciente de su mirada, una presencia tranquila que era completamente diferente a la de sus soldados. No había miedo ni admiración en sus ojos, solo una profunda y agotada empatía. Por las noches, cuando el insomnio la mantenía despierta frente a los mapas, a veces hablaban. No de la guerra, sino de Colombia, del recuerdo del olor de las guayabas después de la lluvia, de las montañas; pequeños fragmentos de un hogar compartido que se sentía a un millón de kilómetros de distancia.
Anat sentía cómo sus defensas, tan efectivas contra las balas y las bombas, se agrietaban. Hacía años que no sentía esta chispa de interés, este deseo de saber más sobre alguien. La anhedonia de su depresión había convertido su mundo interior en un paisaje gris y funcional. Sergio, con su calma y su tristeza, estaba introduciendo un color nuevo y peligroso en esa paleta. Y la confundía, la aterraba.
Al tercer día, Leon regresó. Su rostro estaba sombrío. —La información es buena, comandante. Los edificios que marcó como trampas están llenos de civiles, incluso encontramos a dos de nuestros exploradores que dábamos por muertos, pero nos costó. Torres recibió un disparo mientras instalaba un sensor, está estable, pero fuera de combate.
La noticia fue una daga de hielo. La información era real, pero había costado la sangre de su gente. La decisión de Anat se solidificó; no arriesgaría a nadie más por los juegos de poder de los norteamericanos.
Convocó a una reunión con el alto mando local. En la sala de estrategia, frente a los generales de rostro adusto, Anat fue directa.
—La información del prisionero ha sido verificada. Tenemos los objetivos legítimos y las trampas. Sin embargo, mi equipo ha sufrido bajas en la operación de reconocimiento. Han cumplido su misión, no participarán en el asalto final.
Un general norteamericano, un hombre corpulento llamado Madsen, frunció el ceño. —¿Se retira, comandante? ¿Ahora que tenemos la victoria al alcance?
—No me retiro, general. Asumo el mando y la responsabilidad —replicó Anat, su voz fría como el acero—. He traído la inteligencia que necesitaban para limpiar su ciudad. Pero la fase final… los objetivos con los niños… —hizo una pausa, el peso de las palabras llenando la sala—, esa es una decisión que tomaré yo. Mis hombres y mujeres no serán sus chivos expiatorios cuando la historia juzgue este día.
Madsen señaló uno de los objetivos en el mapa holográfico. —Nuestros drones confirman que hay menores armados en ese edificio. ¡Son niños! ¡Esto es una masacre, no una operación militar!
Anat lo miró fijamente, y todo el cansancio, toda la pena y toda la furia de años de guerra se concentraron en su mirada.
—Esos niños dejaron de serlo en el momento en que el Concilio los convirtió en armas biológicas programadas para matar. Son una amenaza activa y si no la neutralizamos ahora, crecerán y seguirán extendiendo este veneno por el mundo. —Se inclinó sobre la mesa, su voz un susurro que todos en la sala oyeron—. Cumpla la orden, general o mi apoyo a esta campaña, y con él, el de todo el Consejo Andino, termina en este preciso instante. Y usted le explicará a sus superiores por qué perdió la oportunidad de recuperar su país.
El silencio fue absoluto. Madsen la miró, buscando una grieta en su resolución, pero no encontró ninguna. Finalmente, derrotado, asintió.
—Cumpliremos la orden.
Anat había ganado. Pero el sabor de la victoria era como el de la ceniza.
Horas después, visitó uno de los lugares atacados; el olor a ozono y a materiales quemados era acre. Sus soldados habían asegurado el perímetro. No había supervivientes, vio los cuerpos pequeños, las armas aún aferradas a sus manos. Eran rostros de niños en cuerpos entrenados para matar, una contradicción que la mente no podía procesar. Se mantuvo erguida, su rostro una máscara de comandante impasible mientras recibía el informe de daños. Pero por dentro, algo se rompió, sintió cómo el aire se negaba a entrar en sus pulmones, cómo el mundo comenzaba a inclinarse sobre su eje.
Regresó a su cuartel, manteniendo el control con la pura fuerza de su voluntad. Cerró la puerta de su oficina a su espalda y la máscara finalmente se hizo añicos. Se apoyó contra la puerta, jadeando, las lágrimas quemándole los ojos, un sollozo ahogado luchando por salir.
Y entonces lo vio. Sergio Mendoza no estaba en la silla donde lo había dejado. Estaba de pie, junto a la ventana, mirándola.
Su primer instinto fue de pánico. ¡Una amenaza! Su mano voló a su pistola. Él no se movió. Solo la miró, y en sus ojos no había malicia, solo una profunda y devastadora comprensión.
—Sabía que esto le costaría —dijo, su voz increíblemente suave—. Leí los informes, vi las imágenes. No iba a dejarla sola con esto.
Y esa simple frase, ese acto de pura empatía en medio del horror, fue lo que la derrumbó por completo. Cayó de rodillas, y el sollozo que había estado conteniendo se liberó, un sonido crudo y animal de puro dolor. Lloró por los niños, lloró por su soldado herido, lloró por todos los fantasmas que cargaba a sus espaldas.
Él se acercó y se arrodilló frente a ella. No dijo nada más, simplemente estuvo allí, una presencia sólida y tranquila en medio de su tormenta, y cuando ella se inclinó hacia adelante, temblando incontrolablemente, él la abrazó. En ese abrazo, en medio de las cenizas de una ciudad y de su propia alma, Anat sintió una claridad terrible y absoluta.
Se apartó lentamente, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Lo miró, luego miró el mapa del mundo fracturado en su pared.
—Esto… —dijo, su voz ronca—, seguir luchando por fronteras, por viejas banderas… es inútil. Estamos tratando de reconstruir un mundo que ya no existe.
Lo miró de nuevo, y en sus ojos él vio nacer una idea, una idea tan grande y tan “loca” que solo podía nacer del fondo del abismo.
—La única forma de que esto no vuelva a pasar es crear algo nuevo. No una alianza de países, una sola sociedad. Un solo refugio, un lugar donde la raza humana sea la única nación que valga la pena proteger. Donde el poder lo tengan quienes buscan construir un futuro, no quienes se aferran a las ruinas del pasado.
Era el comienzo, la semilla de la idea que un día se convertiría en el gobierno mundial y en el verdadero Refugio Seguro. Una idea nacida no en una sala de estrategia, sino en un cuarto oscuro, del dolor compartido de un soldado y un médico que se negaron a dejar que el mundo se acabara.