
El Legado de la Llama
Fragmento del Diario Personal de Nara Soto
Fecha: aprox. 2170.
Estoy enamorada de mi primo.
Pero no es lo que parece, te lo aseguro. Leo no es mi primo de sangre, nuestros abuelos lo adoptaron cuando era un niño, un huérfano brillante rescatado de uno de los laboratorios del Concilio del Eco. Crecimos juntos, bajo el mismo techo lleno de ciencia y de expectativas silenciosas. Así que no, no es incesto. Es, simplemente, una complicación del tamaño de una montaña.
Mi familia es la realeza del Refugio Andino. Descendientes de Soto, de Diana, de Sofía y Mateo. Héroes, Científicos, Líderes. Y luego estoy yo, Nara. La que prefiere el tacto de la roca caliza a una Pizarra Digital, la que colecciona puestas de sol en lugar de patentes. Para pasar tiempo con Leo, he aprendido a fingir; me convierto en una estudiante fascinada por su trabajo, solo para poder robarle una hora de su vida hiper-enfocada.
—…así que es simple, en realidad —decía Leo, sus dedos trazando diagramas en la Pizarra Digital de su laboratorio—. La red está dividida. El Stream Beta es para los Chasquis. Lento, seguro, solo texto. Cien por cien libre de FRC. El Stream Alfa es para los Proyectores Coloidales, para el video y el audio. Es la red de riesgo, por eso cada nodo tiene un “Depurador” de hardware que filtra la señal.
Yo asentía, aunque en realidad estaba memorizando la curva de su cuello mientras se inclinaba, el olor a ozono y a café que siempre lo rodeaba.
—Vale, red lenta y segura, red rápida y peligrosa —dije, tratando de sonar inteligente—. ¿Y la IA? La tía Diana siempre decía que una IA sin supervisión era una invitación al desastre.
—Y tenía razón —respondió, y vi esa chispa de pasión en sus ojos que tanto me gustaba—. Todas nuestras IAs son “de caja cerrada”. Sistemas aislados, sin acceso a la red, diseñados para una única tarea. La que gestiona la logística de alimentos no puede, literalmente, hablar con la que controla el clima del Refugio, es nuestra mayor protección.
Terminó su explicación. Yo sonreí, mi mejor sonrisa de “estoy totalmente fascinada”. —Increíble, has satisfecho mi cuota de ciencia para toda la semana, ahora me toca a mí.
Apagué su Pizarra. Él parpadeó, sacado de su trance.
—¿Qué haces?
—Te secuestro —dije, tirando de su mano—. El sol aún no se ha puesto, conozco una pared de roca nueva a las afueras del Refugio. Vamos a escalar.
Protestó, por supuesto. Tenía trabajo, informes, análisis. Yo simplemente seguí tirando de él.
Media hora después, estábamos en la base de una pequeña formación rocosa, el aire fresco de la montaña llenando nuestros pulmones. Mientras me ponía el arnés, vi la tensión desaparecer de sus hombros. Aquí, lejos de los laboratorios y las expectativas, era solo Leo.
—Asegúrame bien, primo —le guiñé un ojo—. No querrás que la oveja negra de la familia acabe como una mancha en el suelo.
La escalada fue un baile, mis manos encontraban agarres en la roca, mis músculos quemando con un dolor delicioso. Abajo, Leo me aseguraba, su atención absoluta, nuestras vidas conectadas por una cuerda de noventa metros. Era la única clase de confianza que yo entendía de verdad, la que se demuestra, no se habla.
Llegué a la cima, el corazón martilleando por el esfuerzo y la adrenalina. Lo aseguré a él y subió a mi encuentro; nos sentamos en el borde, nuestras piernas colgando sobre el vacío, con todo el valle de Aburrá extendiéndose a nuestros pies como un tapiz de luces incipientes.
—A veces olvido que esto existe —dijo él en voz baja, su mirada perdida en el horizonte.
—Yo no —respondí—. Por esto es por lo que luchamos, ¿no? Para tener momentos como este.
Se giró para mirarme. El sol del atardecer le bañaba el rostro, y la mirada en sus ojos ya no era la del científico ni la del primo adoptivo. Era algo más, algo que había estado creciendo en silencio entre nosotros durante años. El conflicto, el deseo y el miedo, todo a la vez.
—Nara… —empezó a decir, su voz ronca.
—No hables, Leo —susurré.
Me incliné hacia él, y el mundo entero, con todas sus reglas, su historia y sus complicaciones, se desvaneció. Solo éramos él y yo, en la cima del mundo. Y entonces, lo besé.
Aquel beso en la cima de la montaña no fue un final, fue una detonación. Lo que siguió fue un borrón de adrenalina y piel, de manos torpes y respiraciones entrecortadas, allí mismo, bajo el manto de estrellas, con el mundo a nuestros pies. Rompimos todas las reglas, no solo las de nuestra familia, sino las de una sociedad que valora la deliberación por encima del impulso. Fue caótico, imperfecto y, por un instante, me sentí más viva que nunca.
La mañana siguiente, la realidad volvió con la dureza de la piedra fría. El descenso fue silencioso, cargado de una tensión que podías tocar.
—Tenemos que hablar de esto, Nara. En serio —me dijo Leo cuando llegamos al Refugio, sin atreverse a mirarme a los ojos—. Dame unos días para… para pensar, para arreglar las cosas.
Yo asentí, mi corazón todavía lleno de una esperanza estúpida. “Arreglar las cosas”. Para mí, eso significaba que dejaría a su novia, que admitiría lo que ambos sentíamos.
Pasó una semana, luego dos. Leo se volvió un fantasma; Con la excusa sobre un proyecto urgente desaparecio, volvio a casa de los abuelos meses despues. Pero eso no fue todo, se quedaba en reuniones hasta tarde, desviaba la mirada cuando nos encontrabamos. El silencio se convirtió en una humillación que me ardía en el pecho.
Meses, pasaron meses desde que me había entregado a él en cuerpo y alma en esa montaña. Y él simplemente… desapareció; la esperanza se agrió y se convirtió en una rabia fría y pesada. Me había utilizado; me sentí como una idiota.
Hice lo que siempre hago cuando el mundo interior se vuelve demasiado ruidoso: escapé al exterior. Me obsesioné con la escalada, empujando mis límites hasta el punto de la imprudencia, buscaba el peligro físico para ahogar el dolor emocional. Me apunté a cada curso y entrenamiento que pude, incluyendo una actualización para los equipos de apoyo en emergencias.
Fue allí donde lo conocí.
El entrenamiento se realizaba en los cañones escarpados del norte. Estábamos practicando un rescate en una pared vertical; yo lideraba mi equipo con la eficiencia de siempre, cuando lo vi en el equipo de al lado. Era mayor, unos treinta y tantos, y se movía con una autoridad imponente que no tenía nada que ver con su arnés de escalada. Era Adrián, un político en ascenso, miembro del Consejo Andino. Pero había algo más en él, una dureza, una fiscalidad casi depredadora que era extraña en nuestro mundo de hombres analíticos y serenos. Tenía la clase de rasgos marcadamente masculinos que, según decían las historias de la abuela Anat, eran comunes antes de la caída.
Más tarde supe por qué, había sido uno de los pocos niños rescatados de una de las últimas comunas aisladas de los Hijos de la Disonancia, un lugar donde el machismo y la religión eran ley.
Nuestras miradas se cruzaron mientras él aseguraba a su compañero. No apartó la vista, me estudió, no con la curiosidad de Leo, sino con la intensidad de un igual. Sentí un desafío en su mirada, y le devolví la sonrisa.
—Tienes una técnica agresiva —me dijo esa tarde, acercándose mientras yo guardaba mi equipo. Su voz era grave, directa.
—Y tú tienes una forma muy… territorial de ocupar el espacio —repliqué, sin dar un paso atrás.
Se rio. Una risa corta y genuina.
—Donde yo crecí, el espacio que no reclamas, te lo quitan.
Las mujeres, por lo general, le rehuían, su intensidad les resultaba intimidante. A mí me pareció fascinante, era una emoción nueva, una variable que no podía predecir. Era adrenalina pura.
Empezamos a salir. Nuestras citas no eran paseos por los jardines hidropónicos, eran carreras nocturnas en su vehículo por las carreteras de servicio de la montaña, exploraciones de las ruinas prohibidas de la vieja ciudad. Eran besos robados en lugares donde no debíamos estar, besos que no eran de anhelo, sino de pura pasión, de dos personas que disfrutaban del riesgo.
Me sentía viva de nuevo. El fantasma de Leo comenzaba a desvanecerse.
Hasta que, una mañana, todo se detuvo.
Estaba en mi apartamento, preparándome para salir con Adrián, miré la fecha en la Pizarra Digital de la pared para confirmar la hora. Y entonces, me quedé helada, un cálculo rápido, otro. El pánico, frío y paralizante me recorrió la espalda. Mi ciclo menstrual, siempre tan puntual, llevaba un retraso, un retraso largo.
Mi mente, de repente lúcida y aterrorizada, hizo las cuentas. No podia ser Adrián, no habiamos pasado a eso aun. Ademas el tiempo apuntaba, con una precisión matemática y brutal, a una única posibilidad. A una tarde de sol en una montaña. A un beso que lo había empezado todo.
A Leo.
El suelo pareció desaparecer bajo mis pies. La adrenalina, la alegría, la nueva vida que estaba construyendo… todo se convirtió en cenizas. Estaba atrapada y el caos que se avecinaba era de una clase que ni la pared de roca más peligrosa del mundo podría haberme preparado para enfrentar.
Intenté romper con Adrián esa misma noche, en uno de los miradores más altos del Refugio, con las luces de la ciudad extendiéndose debajo de nosotros como una galaxia caída.
—Mi vida se va a complicar mucho, Adrián —le dije, mi voz sonando hueca—. De una forma que no puedes ni imaginar. Es mejor que lo dejemos aquí.
Él no apartó la mirada. Su intensidad, que antes me resultaba tan excitante, ahora me quemaba. —No —dijo, su voz era grave y definitiva—. No voy a ninguna parte. ¿Crees que me asusta lo “complicado”? Nara, yo nací en lo complicado. Si es por algo que hice, dímelo. Si no, lo enfrentaremos juntos.
Su insistencia, su negativa a dejarme huir, rompió la última de mis defensas. Las palabras salieron en un torrente ahogado.
—Estoy embarazada.
Se quedó en silencio, procesando la información, su rostro era una máscara de piedra. Finalmente, habló, y su pregunta no fue la que esperaba.
—¿Quieres estar con él? ¿Con el padre?
La pregunta me golpeó con la fuerza de un recuerdo amargo.
—No —respondí, y el veneno de la decepción tiñó mi voz—. El padre tuvo meses para hablar, para dar la cara y eligió desaparecer. No quiero a un fantasma en mi vida, ni en la de mi hijo.
Adrián asintió lentamente, y vi cómo algo cambiaba en sus ojos. La preocupación se transformó en una posesividad feroz, una llama oscura que nunca había visto en nadie. Se acercó y tomó mi rostro entre sus manos.
—Entonces no hay nada más que decidir —dijo, su voz un juramento—. Te quedas conmigo. Y ese niño… será nuestro. Lo reclamaré como mío. Y a ti, Nara… a ti también te reclamo, Eres mía.
La palabra, “mía”, era un tabú en nuestra sociedad; un concepto arcaico, posesivo, incorrecto. Debería haberme horrorizado pero en ese instante, para la chica que se sentía perdida y a la deriva, esa palabra sonó como un ancla; como un hogar. Y un deseo, tan potente como el miedo, me recorrió por completo.
Lo miré a los ojos y encontré mi propia verdad reflejada en los suyos. —Solo si tú también eres mío —susurré.
Su respuesta no fue una palabra, fue un beso. Y en él, sentí la explosión de todas las emociones contenidas. No era la ternura torpe de Leo; era una tormenta. Sus manos se movieron de mi rostro a mi cintura, atrayéndome hacia él hasta que no hubo espacio entre nuestros cuerpos, solo el latido frenético de dos corazones. El anhelo era una bestia hambrienta, y finalmente la estábamos alimentando. Mis manos se enredaron en su pelo, tirando de él más cerca, mi boca buscando la suya con la misma desesperación. Era un caos de labios y dientes, de suspiros ahogados y la tela de la ropa estorbando. En ese beso, no había lógica, no había sociedad, no había bien ni mal. Solo había una verdad innegable: dos personas reclamándose la una a la otra, forjando su propio pacto contra el mundo.
El embarazo fue una tormenta, pero Adrián fue mi ancla. Cuando nació Maya, una niña preciosa con mis ojos y una seriedad que no era de ninguno de los dos, Adrián la amó con una ferocidad que me dejaba sin aliento. Para el mundo, y para nosotros, ella era su hija.
Cinco años pasaron, nos casamos, construimos una vida. Maya era nuestro centro, una niña brillante y curiosa. El fantasma de Leo era solo eso, el recuerdo de un error.
Hasta que una noche, que llamó a nuestra puerta.
Leo estaba allí, más delgado, con la mirada de un hombre que ha visto demasiado. Adrián se interpuso entre él y la puerta, un muro protector.
—¿Qué quieres? —gruñó Adrián
—Necesito saberlo —dijo Leo, su voz temblorosa, sus ojos fijos en mí—. Nara, por favor. Maya… ¿es mi hija?
—No tienes ningún derecho… —empezó a decir Adrián, furioso.
—¡Sí, lo tengo! —lo interrumpió Leo, y en su voz había una desesperación que nos heló la sangre—. No desaparecí porque quise, Nara. Fui puesto en cuarentena. Formaba parte de un proyecto genético secreto, un intento de forzar la inmunidad a la FRC. Las cosas salieron mal, el proyecto se canceló. Pero nos advirtieron… —tragó saliva, el dolor evidente en su rostro—… nos advirtieron que no podíamos tener hijos. Que las modificaciones genéticas eran inestables, impredecibles para la siguiente generación. He vivido cinco años con el terror de lo que podría haberte hecho, de lo que podría haberle pasado a ella. Necesito saberlo.
El aire de la habitación se volvió pesado, irrespirable. Miré a Adrián, que me sostuvo la mirada, su furia ahora mezclada con miedo. Asentí.
—Sí, Leo —dije en voz baja—. Maya es tu hija.
En ese momento, no sabíamos qué significarían esas palabras. No sabíamos que el “error” en los genes de Leo, ese intento fallido de crear un supersoldado cambiaria la vida por completo de Maya, la combinación con la herencia de mi propia familia, la de Soto, la de Diana, crearía algo que nunca supimos comprender del todo.
Nota agregada por una descendiente directa…
Lo que Nara nunca logro preveer era que generaciones más tarde, nacería una descendiente de nuestra línea de sangre, una chica llamada Valeria. Una mujer que no solo sería inmune, sino que, gracias al legado genético de Maya, podría ver lo que nadie más podía: la arquitectura misma de la FRC, el color del miedo.